El Portal De San Francisco De Macorís

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El pecado contra el octavo mandamiento en tiempos de la era digital

En la era digital, donde la información fluye a una velocidad y escala sin precedentes, las faltas contra la verdad adquieren nuevas dimensiones y consecuencias. El octavo mandamiento del decálogo, «No dirás falso testimonio ni mentiras», constituye un pilar fundamental en las relaciones humanas y la vida cristiana. Este mandamiento prohíbe falsear la verdad en las interacciones con los demás, ya que donde hay mentira, no puede haber amor. La comunicación no se limita a las palabras, sino que abarca gestos, actitudes, silencios y ausencias.

La importancia de la buena fama y el honor

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Imagen creada con IA.

El buen nombre y el honor son bienes jurídicos de suma importancia para la persona, derivados de su propio ser y libre actuación. La palabra «fama» proviene del latín «fari» (decir) y «ma» (objeto, resultado), indicando la imagen mental y la valoración que los demás tienen de una persona. Tanto la fama como el honor son un deber de justicia y un derecho natural subjetivo, cuya tutela es obligación de toda organización social. Aunque en la sociedad civil a veces se les presta menos atención que a los bienes materiales, en la sociedad eclesiástica, donde el factor espiritual es eminente, no debería subestimarse la protección del buen nombre.

El Código de Derecho Canónico, en el canon 220, reafirma este derecho fundamental: «A nadie le es lícito lesionar ilegítimamente la buena fama de que alguien goza, ni violar el derecho de cada persona a proteger su propia intimidad». Este derecho es tan importante que su lesión se considera una conducta antijurídica grave y una violación de un derecho fundamental del fiel. La protección de la buena fama es esencial para la credibilidad del anuncio del Evangelio, especialmente para quienes ejercen un ministerio público en la Iglesia.

Formas de falsedad en el ámbito digital

El «crimen de falso» en el derecho canónico se refiere específicamente al acto impulsado por la voluntad de producir con palabras y/o hechos lo contrario a la verdad de las cosas y de las personas, es decir, a las mentiras en todas sus formas. En el entorno digital, estas formas de falsedad se manifiestan con facilidad y a menudo sin la debida severidad.

  1. Calumnia y denuncia calumniosa:

La calumnia es una acusación falsa hecha maliciosamente para causar daño, o la imputación de un delito hecha a sabiendas de su falsedad. Constituye un pecado que combina la mentira, la injusticia (dañar el buen nombre) y la falta de caridad. El Papa Francisco ha descrito el chisme como un “veneno que nace de la ira” y advirtió que las habladurías tienen un poder destructivo, afirmando que “la lengua puede herir como un cuchillo” y que quien difunde rumores actúa como un terrorista, pues lanza una bomba que daña a los demás y luego se marcha sin asumir las consecuencias.(Ver artículo)

En el derecho canónico actual, el canon 1390 regula los delitos de falsedad, incluyendo la denuncia calumniosa. El §1 establece que quien denuncia falsamente a un confesor por el delito de solicitación (can. 1387) incurre en entredicho latae sententiae, y si es clérigo, también en suspensión. Este es un delito muy grave que causa daños irreparables al confesor inocente. El §2 estipula que quien presenta otra denuncia calumniosa o lesiona la buena fama puede ser castigado con una pena justa, sin excluir la censura.

  1. Difamación (Maledicencia):

Consiste en comunicar a una o más personas, con ánimo de dañar, una acusación (cierta o falsa) que menoscabe el honor, dignidad o reputación de alguien, sin fundamento en pruebas fehacientes. A diferencia de la calumnia, en la difamación no es relevante si el hecho imputado es verdadero o falso, sino la intención de lesionar la buena fama.

Esto incluye manifestar los defectos y faltas de otros a quienes los ignoran sin razón objetivamente válida. Puede realizarse de diversas maneras, incluyendo de viva voz, por escrito, o a través de comunicación en redes sociales y la prensa. Incluso insinuar, sospechar o dudar sobre el buen obrar ajeno es una falta.

La proliferación de «telebasura», prensa amarillista, fake news y la multiplicación de delitos contra la intimidad y el honor en las redes sociales son ejemplos claros de esta maledicencia crónica en el mundo digital.

Juicio Temerario:

Es el pecado de admitir, incluso tácitamente, un defecto moral en el prójimo como verdadero sin tener fundamento suficiente. Esto puede ocurrir cuando se atribuyen malas intenciones a acciones buenas, como pensar que alguien hizo algo generoso solo para presumir.

  1. Revelación de Secretos:

Consiste en divulgar información confidencial que puede dañar o herir al prójimo. La obligación de guardar un secreto puede surgir de una promesa, de la profesión (médicos, políticos) o de la caridad. En el ámbito digital, esto incluye  leer mensajes de texto digitales de otra persona sin su consentimiento, rastrear teléfonos, hackear computadores, una práctica común en relaciones de noviazgo o matrimoniales que ha llevado a divorcios.

  1. Pecados de oído:

Escuchar con agrado la calumnia y la difamación, aunque no se pronuncie una palabra, fomenta la difusión de murmuraciones maliciosas. Quien escucha sin resistir se convierte en partícipe del pecado del calumniador. Algo que ya se ha convertido en un acto casi inconsciente es “dar like o me gusta” a cualquier información sin antes verificar su veracidad.

Consecuencias y desafíos en el entorno digital

Las consecuencias de las afirmaciones falsas en la sociedad, especialmente en la Iglesia, son siempre negativas y difíciles de contener. El Papa Francisco señala que los «chismes matan» la fama de las personas y llenan el corazón de amargura.

En el contexto digital, el poder de los medios para amplificar escándalos se manifiesta con especial ensañamiento, a menudo llevando a «linchamientos públicos» y la «pena del telediario», donde la justicia se toma por mano propia al margen del debido proceso. La Fundación Institucionalidad y Justicia (Finjus) ha alertado sobre la creciente tensión entre la libertad de expresión y el derecho al honor y la intimidad personal, señalando que la inobservancia de los límites del discurso público daña la confianza ciudadana y expone a personas a ataques sin justificación legítima. (Ver artículo ). El caso de Faride Raful, quien llevó a tribunales a dos comunicadores por difamación en plataformas digitales, sirve como un ejemplo contemporáneo de esta problemática, donde acusaciones sin fundamento buscan ganar audiencia o llenar contenido. Ver artículo

Reparación y el rol de la autoridad eclesiástica

El octavo mandamiento, al igual que el séptimo, obliga a reparar los males causados. Si se perjudica a un tercero con mentiras, difamaciones o la revelación de secretos, la falta no se salda hasta que se compensen los perjuicios de la mejor manera posible. La reparación debe ser acorde al daño causado, por ejemplo, una difamación pública exige una reparación también pública. Si se ha calumniado, se debe retractar formalmente la denuncia falsa y estar dispuesto a reparar los daños, especialmente en el caso de acusaciones contra un confesor.

La autoridad eclesiástica tiene una responsabilidad crucial en estos casos. No solo debe ayudar a la persona difamada, sino también proteger a la comunidad. Es fundamental que el superior procure que la verdad emerja y triunfe, disipando dudas y depurando responsabilidades. Una vez probada la inocencia, la autoridad debe reintegrar al acusado en su oficio y tomar medidas para restituir su buena fama, como publicar un escrito a favor del inocente o exigir rectificaciones a los medios de comunicación.

El calumniador puede ser obligado a dar una satisfacción conveniente (can. 1390 §3). La inacción de la autoridad al no exigir esta satisfacción puede generar frustración y desconfianza en la víctima. El derecho canónico contempla sanciones para quienes lesionan la buena fama, como advertencias, reprensiones y penitencias penales, con el fin de restaurar el orden lesionado e invitar al delincuente a la conversión.

Conclusión

La protección del honor y la buena fama de los fieles es de máxima importancia en la Iglesia actual. La misericordia no está reñida con la justicia; un fiel cristiano que difama a otro debe ser consciente de la maldad y gravedad de su acción, y la persona calumniada debe ver reparada su buena fama. Es un deber colectivo, guiado por principios constitucionales, interés público y respeto mutuo, restaurar la confianza en la palabra como herramienta de entendimiento, justicia y cohesión social. En el mundo digital, esto implica un llamado a la responsabilidad, el rigor informativo y la ética, combatiendo la desinformación y las conductas que atentan contra la dignidad humana.