Cuba, primera beneficiaria del hundimiento de Saint-Domingue

La caída de Saint-Domingue no constituyó simplemente la ruina de la posesión francesa más opulenta del Nuevo Mundo. Fue, más bien, el súbito desmoronamiento del aparato económico más formidable que haya conocido América bajo dominio europeo. Este colapso, consecuencia directa de la Revolución haitiana, desató una catástrofe financiera en la metrópoli y una dispersión forzada del talento, la técnica y la riqueza acumulada durante un siglo de labor agrícola intensiva.

El principal beneficiario de esta tragedia fue Cuba. La isla, hasta entonces un actor subalterno, se convirtió en la heredera forzada de un imperio en ruinas. A sus puertos llegaron millares de colonos blancos, no sólo huyendo del terror jacobino negro, sino llevando consigo lo más precioso del antiguo régimen colonial: su ciencia agrícola, sus esclavos especializados, su maquinaria, sus protocolos técnicos, su concepción del ingenio como microcosmo económico y su idea de la plantacion como estructura productiva,  la disciplina comercial, y la arquitectura industrial que había hecho grande a Saint-Domingue.

Esta emigración no fue una diáspora de pordioseros, sino una migración de élites agrarias. Cada francés que desembarcaba en Santiago, en Matanzas o en La Habana, traía en su bagaje el plano funcional de una nueva Cuba. Y esa Cuba comenzó a levantarse  con el desplazamiento del complejo industrial de Saint-Domingue. Entre 1791 y 1804  emigraron al oriente de Cuba: Baracoa, Santiago y Guantánamo unos 15.000 blancos criollos y mulatos de Saint Domingue, muchos de ellos viajaron con sus dotaciones de esclavos. En vista de ello, algunos calculan que pudieron llegar a ser 30 mil personas. En Baracoa , según algunos censos de la época, el 22% de la población era parte de este éxodo.

El azúcar, que había perdido su altar en Saint-Domingue, encontró uno más estable y menos convulso en la Capitanía General de Cuba. Y en torno a él se organizó una nueva hegemonía insular, esta vez bajo la sombra de la corona española, pero alentada por capitales franceses, técnicas francesas y métodos administrativos calcados del orden anterior.

En pocos años, la Capitanía General de Cuba experimentó una transformación sin precedentes. La producción de azúcar, que en 1792 no superaba las 5,000 toneladas métricas, alcanzó las 270,000 en la década de 1850. La provincia de Matanzas, favorecida por su topografía y sus redes ferroviarias tempranas, se convirtió en el sanctasanctórum del “oro blanco”, superando incluso los años dorados de Le Cap, la cabecera de Saint Domingue.

Fue Matanzas, y no La Habana, el verdadero corazón de esta revolución económica. Su red ferroviaria, entre las más antiguas de América, no se construyó para el transporte de pasajeros sino para el movimiento eficiente de la caña desde los ingenios al puerto. Ninguna otra región del continente —ni siquiera las repúblicas sudamericanas emancipadas— logró tal grado de integración entre infraestructura y economía exportadora. El azúcar dejó de ser un cultivo: se convirtió en estructura, en sistema, en cosmovisión económica de Cuba. Los cubanos llegaron a decir: “sin azúcar no hay país”.

El azúcar, que en Saint-Domingue fue símbolo de lujo europeo, en Cuba se volvió el nervio mismo del Estado, la base del poder y el eje de toda política. La plantación dejó de ser una empresa familiar para transformarse en el engranaje de una civilización agroindustrial que sería, durante más de un siglo, el orgullo del Caribe hispánico y la envidia de los imperios.

Los emigrados fundaron nuevos ingenios con molinos de hierro y técnicas de cultivo avanzadas, transformando la isla en el principal productor mundial de azúcar para 1870.

La saga de los  plantadores de café

En el oriente cubano, la saga de los cafetales tuvo un destino paralelo. En las montañas de la Sierra Maestra, los franceses erigieron haciendas modelo —La Isabelica, Fraternidad, Bonne Espérance— aplicando técnicas traídas de Jérémie y Les Cayes: terrazas de cultivo, irrigación por gravedad, molinos de piedra, secaderos. En pocos años, Santiago de Cuba exportaba café hacia Burdeos, Nantes, Marsella, Filadelfia y Nueva York. En 1833, Cuba llegó a exportar 640 mil quintales de café, equiparándose a los niveles de Saint-Domingue.

¿Qué ocurría en Haití en ese punto y hora?

Mientras tanto, en Haití, los intentos por reconstruir el pasado fracasaron. Ni la «monarquía técnica» de Henri Christophe, ni la «república del reparto improductivo» de Alexandre Pétion, ni la «ilusión del código agrario» de Jean-Pierre Boyer lograron restituir la riqueza perdida. La ocupación de Santo Domingo por Boyer, en un intento fallido de expansión, solo sirvió para extender la miseria y la ruina a toda la isla. Haití, habiendo conquistado la libertad, no pudo reconstruir su economía ni sus instituciones.

Es en esta dramática ironía donde reside la lección histórica. Mientras la revolución abolió la esclavitud en una isla, en la otra se incrementó la trata negrera para sustentar el auge productivo. Cuba, al heredar los saberes de Saint-Domingue, adoptó el mismo modelo de monocultivo y mano de obra.

Este ascenso vertiginoso no fue fruto del azar, sino de una articulación racional entre tierra, capital y trabajo. Los antiguos colonos franceses, ahora integrados a la oligarquía criolla, impulsaron la mecanización del ingenio, la introducción del molino de vapor, y la organización científica del trabajo esclavo.

En 1808, la invasión de Napoleón a España encendió las hostilidades contra los franceses. El Capitán General de Cuba, Salvador Muro Salazar, Conde de Someruelos,  decretó la expulsion de los franceses.  Sus propiedades fueron saqueadas, confiscadas y los plantadores fueron expulsados. Algunos vinculados a los grupos dominantes, lograron permanecer , pero una buena porción, 9.500 franceses se refugiaron en Nueva Orléans. La medida tuvo efectos demoledores: las haciendas fueron abandonadas o transferidas a criollos sin la experiencia técnica de los franceses; miles de esclavos quedaron sin supervisión especializada, y la producción cafetalera colapsó en apenas dos años. En el año 2000, la Unesco inscribio los «Paisajes arqueológicos de las primeras plantaciones de café del sudeste de Cuba» como Patrimonio de la Humanidad. El sitio incluye los restos de más de 170 cafetales fundados entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX en las montañas de la Sierra Maestra y la Gran Piedra, fundamentalmente por emigrados franceses de Saint-Domingue, sus descendientes y esclavos.

Luego hubo un repunte, muchos franceses volvieron. En un censo de 1843 se cuentan  210 fincas cafetaleras, 182 eran propiedad de los franceses. En 1833, Cuba alcanzo por breve tiempo el nivel de Saint Domingue, logrando exportar 640 mil quintales de café. Luego cayó en  picada por causas diversas: los aranceles de España redujeron las exportaciones a Estados Unidos, la entrada de Brasil,  con esclavos más baratos, echaron por tierra las exportaciones cubanas.

La emigración procedente de Saint-Domingue, tras la revolución haitiana, no solo transformó la economía cubana con técnicas avanzadas para el cultivo del café y el azúcar, sino que inoculó una profunda renovación cultural en la isla. Estos emigrados —blancos, mulatos libres y negros libertos— llevaron consigo formas de vida refinadas, como el gusto por el arte, la educación, la imprenta, la música y el teatro, contribuyendo a que ciudades como Matanzas fueran llamadas «la Atenas de Cuba».

En el ámbito musical, introdujeron la contradanza francesa, que al mezclarse con ritmos africanos evolucionó en la contradanza cubana, precursora del danzón y del son. También llevaron la charanga francesa, base instrumental de la música bailable cubana. Se formaron salones privados donde se interpretaba música de cámara y vocal, germen del trío trovadoresco del siglo XX.

La migración también fertilizó el pensamiento ilustrado cubano. Figuras como Felipe Poey y Julio Le Riverend descienden de esta corriente. A través de imprentas, academias y cafés, los hijos del naufragio francés implantaron una tradición intelectual, artística y musical que definió lo cubano moderno. En contraste con la decadencia de Haití, esta herencia fue continuada y potenciada en Cuba, haciendo de la isla una potencia cultural y azucarera del siglo XIX. Aún no se ha hecho la historia de esta diáspora, los criollos blancos y mulatos que habían levantado el más grande aparato de riqueza en el continente, aquellos que  escaparon de la degollina de Dessalines, continuaron desarrollando emporios de riqueza allí donde lograron  establecerse, Cuba recogió la antorcha dejada por Saint Domingue.

Francomacorisanos: